I-INTRODUCCIÓN.
Aún permanecen vivas en nuestras retinas las desoladoras imágenes de gran parte de la costa gallega y cantábrica, castigadas por el fuel derramado por el petrolero de pabellón de Bahamas «Prestige», tras su accidente y posterior hundimiento a mediados de noviembre de 2002. La magnitud del vertido y la movilización social que pronto se desencadenó convirtieron al transporte marítimo de hidrocarburos en triste portada de los principales diarios nacionales e internacionales, o en noticia de cabecera de los distintos medios informativos.
La repercusión mediática de tal
accidente y de los consiguientes debates posteriores, en los que el rigor no ha
sido precisamente la nota predominante y la disparidad que observamos leyendo
las diferentes interpretaciones de los Convenios Internacionales, ponen de
manifiesto la conveniencia de fijar las bases sobre las que se asienta la
responsabilidad civil por daños derivados de la contaminación marítima por
hidrocarburos.
Como hemos podido constatar y
delimitar, la contaminación marítima por hidrocarburos está protegida por
Convenios Internacionales, ante un caso como el Prestige aplicar los Convenios con el sentido literal, en el que
venían dados, limitaba las indemnizaciones a una cantidad ridícula en relación
a la catástrofe ambiental, daños a terceros, y el impacto sobre el sector
turístico y pesquero, fuente de ingresos de la mayoría de habitantes de la
zona. El TS interpreta los criterios que limitaban la responsabilidad civil y
excepciona una por una las limitaciones que el Convenio Internacional (CLC92)
establecía a tenor de una interpretación “literal” o “estricta”, que es la que
la AP hace.
Coincido con la interpretación
jurídica más flexible que realiza el TS de la responsabilidad civil, aunque no
en no en algunos aspectos de la STS.
Cuando se da una catástrofe de estas
características se hace necesario que las autoridades judiciales, siempre que
la legalidad lo permita y no se rompan los principios básicos que sustentan
nuestro Estado de Derecho, aprecien como valor superior el interés económico de
las familias que viven de la zona y el daño producido a éstas, así como la
defensa del medio ambiente, a través de indemnizaciones “justas”, “legales”,
pero también “ejemplarizantes”. Quien pone en riesgo todos estos valores por
una actividad económica, debe pagar y rendir cuentas de modo ejemplar a los
dañados.
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